miércoles, 27 de octubre de 2010

El rugido de un volcán

Mas que con letras, preferiría contar con trazos para narrar esta historia, pues ya de antemano la encuadro en el género de lo que un servidor, otros servidores, llaman, llamamos: “literatura de lo opstruido”. De origen incierto, esta variedad de escritura pasa por la delineación de un acontecimiento en un momento de manifiesto embotellamiento, es decir, a tres soplos de que se desate el caos, en el umbral de la vorágine o en el vórtice del cráter. Instantes en los que me suelo encontrar cansado, a un paso del sueño, y algo me interrumpe con cierta fuerza, tanto como el rugido de un volcán, por ejemplo.

En este caso nos situamos en un contexto paradisiaco, un restaurante de siete mesas, tres en el interior, cuatro en la terraza, en la arista del mundo; es decir, en un precipicio, al borde del mar. Es de noche, aunque no desde hace mucho, por lo que el cielo mantiene un tono todavía levemente azulado. La luna desaparece menguante tapada por una de las pocas nubes, que al parecer, se esconden en la sombra. No es noche de estrellas en el hemisferio norte. El mar aparece batido, iluminado intermitente por poco: la luna mediante, medio ensombrecida; y un faro de juguete, anexo al lugar, que me susurra:

“¡Señor! Aquí donde usted come, en la arista del mundo,
hubo una vez un farero artista que vivía,
cuidaba el faro, hasta que un día…
Se lo llevaron”

¿Miente el faro o soy yo un prevenido?Percibo que la cimentación del edificio es reciente. Dudo, nosenose, un rato, y luego, me lo creo. La leyenda espesa mi deseo. Qué entorno romántico, qué delicias, me digo, qué placer escuchar la fervencia del mar, el chisporroteo de una langosta que alguien brasea adentro.

Las cuatro mesas de la terraza están llenas porque la noche es cálida, apenas sopla la brisa. Entre cada mesa hay varios entresijos de no más de medio metro por los que se embrolla un único camarero, calvo, de dimensiones apropiadas, deliberadamente rustico, como una panoja de invernadero, que ahora, con cierto aprieto, atiende a tres comensales forasteros que han decidido pedir vino blanco. Uno de ellos, más joven, menos rubio que el resto, no quita ojo a sus vecinos de la mesa de enfrente. Ellos no le miran a el, No miran a nadie, Tan ajenos del resto como lo están probablemente de si mismos. El uno, y...del otro. Pareja heterosexual de mediana edad, y él es calvo, y barbudo y pelicano, y ella rizosa, y de color madera, y algo pelicana también. El camarero ya se ha llevado sus platos pero todavía quedan los restos del postre, las botellas: una de tinto, dos de orujo de hierbas, la segunda aun medio llena. Sobre la barba del hombre, también sobre su camisa, chorrean a carcajadas arcadas de marisco, lascas de ensalada, entrañables calamares. Como un mejillón cuando la mar lo golpea, vomita, permanece quieto. ESTA FEO. Ella le mira de reojo, roja, opstruYE el llanto, solloza: “¿Rafael, Hoy también, Rafael?”.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Como diria tu abuelo Varisto " muy bien traido "

Sally Hayes dijo...

Me gusta.