lunes, 13 de febrero de 2012

ESTAR PARADO

Como tres cuartas partes de sus días habían sido un terrible aburrimiento, se despertó bostezando. Para cuando tuviera los calcetines puestos, con total seguridad habría olvidado el día anterior, la mayor parte de los detalles y cosa de un cuarto de todo lo demás. Antes de entrar a la ducha, no tendría más que la vaga idea de haber existido en términos estadísticos. Como ejercicio de aceleración de sus funciones síquicas, ayudado de una taza de café, se propuso buscar siete diferencias manifiestas entre el diluvio universal y un diluvio cualquiera. Se dio por vencido a la primera, al acertar con una única, de proporciones bíblicas, y se olvidó del asunto acordando que la lluvia era lluvia al margen de cuanto lloviera. Asomó la cabeza por la ventana del salón y observó con asombro que el tráfico se había puesto en marcha.  Paso de lado junto a la tele, para no tener que chocarse; bajó el volumen de la radio y encendió el ordenador. En medio de aquel ritual, del que probablemente no era consciente, sintió un leve escalofrío, por lo que en cuanto tuvo oportunidad consultó en Internet el parte meteorológico de su ciudad con la esperanza de que el tiempo mejorara a lo largo de la mañana. En una actitud que no podría juzgarse de indolente y que él prefería apreciar como ecuánime, asistió una a una a las malas noticias del día: hizo propósito de indignación con los especuladores que manejan los mercados y tampoco le gustó aquello de los mercados que manejan a los países, sintió preocupación por el futuro del país de los griegos e inquietud por el del suyo propio, le gustó que a otros no les gustara la reforma laboral y dejó de gustarle Alberto Ruiz Gallardón. Incluso tuvo el coraje de manifestar una opinión que creyó original en torno a uno o dos temas. No lo fueron. Prodigiosamente, aunque eso era algo a lo que ya se había acostumbrado, a muchos de sus coetáneos les gustaba y dejaba de gustarles lo mismo al mismo tiempo. La coincidencia, lejos de reconfortarle, le abrumaba. Al final del día le dolió la cabeza, pero hasta para el dolor de cabeza había una respuesta genérica que, en convención, la humanidad había decidido llamar ibuprofeno. A él, que había sido educado para ser un individuo todo aquello le cogía un poco por sorpresa. Le parecía espantosamente trabajoso rebelarse contra todo lo establecido, como proponían algunos y también era incapaz de aceptar sin desdén las circunstancias, como pretendían otros que hiciera. Sin duda era indeciso, hijo de su tiempo, y al igual que otros muchos, había perdido la potestad de vivir su vida. Estaban a la espera, conectados aunque no lo supieran, presenciando aturdidos el enigmático devenir de la Historia. Apagó la luz y se durmió. Soñó con miles de péndulos parados no oscilando en sincronía. Desde ya hacía tiempo ser un individuo había dejado de ser una opción realista.  

domingo, 9 de enero de 2011

Ruptura (trágica) entre una lagartija y su cola.

No puedo con este sombrero, pesa demasiado. Y las palomas se arremolinan en el balneario de idiotas. El último año bisiesto ha resultado ser demasiado largo. Lo único de lo que no me avisaron es de que me llamarían Ismael. El trato fue injusto. En mi ciudad no hay rio. Una mitad para mí, el resto lo arrojaremos al rio. Habiendo sido nosotros la mitad del reino animal. Con lo que tú has sido. Ahora solo soy medio cola.

A veces me siento feliz, a veces me siento triste. Pero normalmente me vuelves loco, y con estas sencillas palabras una lagartija se vuelve y  dice. Te sigo. No nos podemos esconder. Podemos volvernos invisibles. Estuvo bien lo que hicimos ayer, y lo volvería a hacer otra vez. El hecho de que estés casada, solo prueba que eres mi mejor amiga. Y así le dijo con estas palabras sencillas palabras que la cola le volvería a crecer.

Te escondías detrás de ese árbol por lo que apenas podía oírte. Pensé que eras yo frente al espejo. Por lo que ni siquiera podías verme así que me fui. Recuerda que te devuelva el sombrero, pesa demasiado. Si eso quiere decir que hemos cortado, estoy de acuerdo. Será que no me habían preparado para esto por lo que no siento nada. Y eso que habías dicho eresmitormenta y mi heroína. Perdí el nervio óptico antes de conocerte. Ahora solo soy medio cola y no tengo palabras para decirte que estoy asustado, que me arrastraré por las esquinas  y esperaré.

La cola aun tuvo el valor de decir. Al menos para ti habrá otra cola ¡¿pero yo?! : ¿Yo, dónde encuentro a otra lagartija? 

miércoles, 27 de octubre de 2010

El rugido de un volcán

Mas que con letras, preferiría contar con trazos para narrar esta historia, pues ya de antemano la encuadro en el género de lo que un servidor, otros servidores, llaman, llamamos: “literatura de lo opstruido”. De origen incierto, esta variedad de escritura pasa por la delineación de un acontecimiento en un momento de manifiesto embotellamiento, es decir, a tres soplos de que se desate el caos, en el umbral de la vorágine o en el vórtice del cráter. Instantes en los que me suelo encontrar cansado, a un paso del sueño, y algo me interrumpe con cierta fuerza, tanto como el rugido de un volcán, por ejemplo.

En este caso nos situamos en un contexto paradisiaco, un restaurante de siete mesas, tres en el interior, cuatro en la terraza, en la arista del mundo; es decir, en un precipicio, al borde del mar. Es de noche, aunque no desde hace mucho, por lo que el cielo mantiene un tono todavía levemente azulado. La luna desaparece menguante tapada por una de las pocas nubes, que al parecer, se esconden en la sombra. No es noche de estrellas en el hemisferio norte. El mar aparece batido, iluminado intermitente por poco: la luna mediante, medio ensombrecida; y un faro de juguete, anexo al lugar, que me susurra:

“¡Señor! Aquí donde usted come, en la arista del mundo,
hubo una vez un farero artista que vivía,
cuidaba el faro, hasta que un día…
Se lo llevaron”

¿Miente el faro o soy yo un prevenido?Percibo que la cimentación del edificio es reciente. Dudo, nosenose, un rato, y luego, me lo creo. La leyenda espesa mi deseo. Qué entorno romántico, qué delicias, me digo, qué placer escuchar la fervencia del mar, el chisporroteo de una langosta que alguien brasea adentro.

Las cuatro mesas de la terraza están llenas porque la noche es cálida, apenas sopla la brisa. Entre cada mesa hay varios entresijos de no más de medio metro por los que se embrolla un único camarero, calvo, de dimensiones apropiadas, deliberadamente rustico, como una panoja de invernadero, que ahora, con cierto aprieto, atiende a tres comensales forasteros que han decidido pedir vino blanco. Uno de ellos, más joven, menos rubio que el resto, no quita ojo a sus vecinos de la mesa de enfrente. Ellos no le miran a el, No miran a nadie, Tan ajenos del resto como lo están probablemente de si mismos. El uno, y...del otro. Pareja heterosexual de mediana edad, y él es calvo, y barbudo y pelicano, y ella rizosa, y de color madera, y algo pelicana también. El camarero ya se ha llevado sus platos pero todavía quedan los restos del postre, las botellas: una de tinto, dos de orujo de hierbas, la segunda aun medio llena. Sobre la barba del hombre, también sobre su camisa, chorrean a carcajadas arcadas de marisco, lascas de ensalada, entrañables calamares. Como un mejillón cuando la mar lo golpea, vomita, permanece quieto. ESTA FEO. Ella le mira de reojo, roja, opstruYE el llanto, solloza: “¿Rafael, Hoy también, Rafael?”.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Pepe Historias en Condiciones perjudiciales de espacio

Mi mejor amigo tiene serias adicciones al sexo, al alcohol y a las drogas; se llama Pepe. Pepe Historias. Son padecimientos que hace años que arrastra y que le han vuelto un hombre olvidado: ebrio y triste. Últimamente me preocupan sobre todo su modo de andar y su caótica configuración del paseo mañanero; a mi entender, completamente desacertada. Camina sin rumbo, despacio, durante horas, tejido a su sombra, leyendo su obra en voz alta (una colección de poemas eróticos de la que se siente tremendamente orgulloso) y ajeno a las circunstancias que lo rodean. Por lo general, calles concurridas de gente con prisa. Me gusta chocarme, dice. Disfruta especialmente sus tropiezos con mujeres de tetas gordas, pues son estos los que más le inspiran en su poética. Cuando llega a casa a media mañana, ya cansado, bebe, y trenza, hasta tres veces seguidas, combinados de marihuana. La hierba y la ginebra se han convertido en su único remedio contra las ganas, terribles, de tragarse un coño.

Se echa una siesta y Después de dormirse sereno, se sorprende al despertarse mojado. Al caer la tarde, borracho y lleno de valor, desciende al metro en su hora punta de ajetreo. Colándose en los vagones mas apretados, discreto y cauteloso, busca un modo de apretarse extremadamente. Hablamos de un profesional de arrimar el cebollón y, En esto, Pepe no es un caso especial, los prefiere respingones, pues como dice: “son mucho más accesibles en condiciones perjudiciales de espacio”.

martes, 31 de agosto de 2010

Señor Compresa Caliente

Como ser humano era lo menos parecido a un canguro. Nunca se las arregló como mujer ni, por supuesto, como hombre de negocios. Era alérgica a la leche. Maduró a base de horchata y mano dura. Era físicamente sobresaliente y emocionalmente desajustada. Era fértil. Iba a ser una madre terrible, me temo.

Por eso al final no fue del todo una mala noticia que, tras previos avisos y varios intentos, valiéndose del bisturí más afilado del mundo, rajase de un sajadurazo adusto y certero el escroto peludo de Mr. Hot Pad: compresa caliente y, a título póstumo, futuro padre de sus hijos.

viernes, 20 de agosto de 2010

Reproducción corregida y comentario de un texto que escribí en Marzo de 2007

“Habiéndome convertido yo en una clase de cernícalo urbano, considerando todo lo avaro y lo ciego, lo miserable y lo injusto, cada cuita y revés, las madrugadas despierto hasta el alba, el tufo acre de las paredes, las cenizas, los baños termales, un sueño erótico, impotente, pero ardoroso y caliente, las complicaciones de lo cerrado; considerando mi casa, sus límites imprecisos, su puerta imposible, la piel: suave y flexible; considerando lo bueno y lo malo; considerando mi estado penoso, que vivo sin luz, sin una claraboya por la que amanezca o un ventanal por el que poder tirarme. Pienso en la soga y en el milagro de un péndulo.”

Pese a que se trata de un texto adolescente, con todos los achaques de un texto adolescente: ostentación innecesaria de vocabulario y de figuras simbólicas, imprecisión, falta de de sentido global del relato, predisposición al malditismo, tensa convivencia con el drama y el suicido, etc. No debiera pasarse por alto que en su esencia hallamos también algunas de las virtudes de un escritor inmaduro: sobre todo, su espontaneidad y transparencia. Podemos entender ahora por qué elijo este texto como clave para identificar las sensaciones de un joven, que pese a su palidez extrema, había renunciado a la luz. La pregunta que me asaltaba cada mañana, o corrijo, cada una de las veces en que me desperté desorientado, sin saber si era de día o de noche, también era esclarecedora: “¿Cuánto tiempo aguantaré en un lugar así, sin volverme al menos; completamente loco?”. Siguiendo el ejemplo de célebres reclusos y de otras monjas anónimas en estado “de clausura”, comencé a marcar en la pared un aspa por cada día que pasaba y al quinto uno que cruzaba a los cuatro anteriores en diagonal. Era un recurso pre-tecnológico y de utilidad discutible, lo reconozco, pero durante un tiempo estuve orgulloso de cómo mi pared iba emborronándose como un elogio a mi paciencia y a una forma de ver el mundo que entonces defendía: “el amor es el único deporte que se puede practicar en ausencia de luz. Yo aguanto, ya llegará”. Mientras tanto, se me ocurrió comprar un cactus.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Madrid

Madrid, que vivo, que odio, ya apesta y no puede ser más temprano. Presume de ser ciudad pecadora pero es remilgada y madrugadora, alcoba de gente cicatera y ahorradora, como mi suegro. El otoño y la primavera son tan cortos y tan estirado el verano asfixiante y gélido el invierno que los madrileños, como repugnantes cucarachas, corren a esconderse en cualquier agujero y solo salen al atardecer, cuando se sienten a salvo, o a trabajar, como ahora, mal yacidos, porque hay pocos que duerman serenos, sin miserias. Trasnochan, madrugan, y da igual que sea una siesta, el café o la cocaína, pero ninguno se conforma con la noche ni con su ciudad ni con su vida, y luego cantan canciones nostálgicas de amor, y puedo amar en silencio, en ausencia de luz o en cuclillas pero no puedo con este calor. Y huimos a la costa o a Castilla donde este acento sin padre se vuelve todavía más repugnante. Vuelven a sus umbrales como los hijos bastardos de España y luego condenaran a los suyos al mismo destierro en su ciudad, que odian tanto como yo odio, pero volverán siempre como yo vuelvo, aunque lo haga triste porque a mí, que soy aprensivo, no me engañan ni Sabina ni Gran Vía ni la puta Movida.