miércoles, 11 de agosto de 2010

Madrid

Madrid, que vivo, que odio, ya apesta y no puede ser más temprano. Presume de ser ciudad pecadora pero es remilgada y madrugadora, alcoba de gente cicatera y ahorradora, como mi suegro. El otoño y la primavera son tan cortos y tan estirado el verano asfixiante y gélido el invierno que los madrileños, como repugnantes cucarachas, corren a esconderse en cualquier agujero y solo salen al atardecer, cuando se sienten a salvo, o a trabajar, como ahora, mal yacidos, porque hay pocos que duerman serenos, sin miserias. Trasnochan, madrugan, y da igual que sea una siesta, el café o la cocaína, pero ninguno se conforma con la noche ni con su ciudad ni con su vida, y luego cantan canciones nostálgicas de amor, y puedo amar en silencio, en ausencia de luz o en cuclillas pero no puedo con este calor. Y huimos a la costa o a Castilla donde este acento sin padre se vuelve todavía más repugnante. Vuelven a sus umbrales como los hijos bastardos de España y luego condenaran a los suyos al mismo destierro en su ciudad, que odian tanto como yo odio, pero volverán siempre como yo vuelvo, aunque lo haga triste porque a mí, que soy aprensivo, no me engañan ni Sabina ni Gran Vía ni la puta Movida.

1 comentario:

Anna Pacheco dijo...

llevo toda la mañana enganchada a esto