jueves, 15 de abril de 2010

El Paseo 2

Cuando serpenteas; ¡oh! Tú, tan dulcemente que la tierra por la que te arrastras se alborota al principio, se nutre de tu paso, tiembla y termina, al final, ajustándose a tus pliegues de animal fantástico; dejas un rastro invisible, oculto para casi los dos primeros tercios del universo, pero que sin embargo para el último se revela como el camino más lógico, diría que el único, para disfrutar de un agradable paseo en plena naturaleza. Y un paseo, eso es, sólo merece la pena si se trata de caminar hacia delante, a ser posible, utilizando una pierna después (y antes la otra), dejando reposar el tronco erguido sobre la cintura, de tal forma que la cabeza forme un ángulo recto con el coxis: previniendo enfermedades lumbares y, a quienes sin decir que lo hacen me observan, alentando a pensar: Qué doncel tan brioso, Qué gallardía, Qué magnifico paseante. Y la misma inercia de una pierna después y la otra delante me empujan, queriéndolo yo, y sin saber quizá: que cuando digo que paseo con tanto aplomo y ángulo recto, sólo digo. Sigo un rastro a cuatro patas como doberman, sabueso o peor todavía: un perro.

Y lo que era un agradable paseo de mediodía se convierte en una agradable caza al atardecer que prosigue, sin mucha explicación, como el milagro de un péndulo, porque el cazador no sabe que hay presa, liebre y coneja, sólo conoce aquel camino que eligió porque era el más lógico. Pero se hace la noche, y con la misma sopesa el abrirse, no abandonar, pues nunca podrá tratarse de abandono el dejar de caminar; eso es un paseo, cuando si te paras no importa. No para, no obstante, la presa, que ha corrido a acurrucarse tras una piedra. Sutilmente levanta la cola, y coincidiendo con la última luz del día, tan oportuna, el cazador logra verla. Ahora sí, se acabó el inocente paseo. Estoy jodido.

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